Las cayenas me recuerdan mi infancia. La cerca que rodeaba nuestra primera casa en Puerto Ordaz (Venezuela), estaba llenita de cayenas rojas y amarillas. En mi memoria más remota, me veo con tres o cuatro años jugando con esos pistilos que hacían cosquillas. Mi mamá se pasaba el día regándolas para compensar las altas temperaturas y supongo que esos baños debían de gustarles, porque siempre estaban floridas, avivando el jardín con esos colores intensos.
Un día del año pasado, mi suegra -que adora las flores amarillas y, quizás, debido a la cantidad de veces que le he hablado de lo orgullosa que estoy del "mini" jardín urbano que vamos haciendo en la terraza de mi casa- decidió regalarnos unas cayenas amarillas. "¡Es que las vi tan graciosas!", me dijo.
Desde entonces, la cayena no ha dejado de dar flores, ni siquiera en invierno. No obstante, entre los diferentes capullos, sin son ni ton, una cayena naranja comienza a despertarse.
-"Y tú, ¿de dónde apareciste?", le pregunté.
-"Soy la disidente", me contestó.
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